Contra la fiesta en todas partes

Fede Frittelli
5 min readSep 28, 2023

Necesito comprar huevos para hacerme una tarta de jamón y queso. Son las once de la mañana y me acerco al supermercado que está a media cuadra, ahí doblando en la Buenos Aires. Cuando entro, no llego a agarrar una cesta que soy vapuleado por tres o cuatro acordes que, junto con el bombo y caja eléctrico, componen una de las canciones de la Top List Argentina de las últimas semanas. La canción me acompaña durante toda la compra; pago y salgo a la calle. Entre el supermercado y mi edificio hay una miríada de tiendas de ropa, chiquitas (showrooms se les dice ahora) pero cuya capacidad de aglutinarse sin desechar espacio puede transformarse en un imperativo cromático a las miles de estudiantes universitarias del barrio: fue verde manzana, un naranja espantoso, morado, celeste, en fin, para los gustos. En cada una de ellas suena, al máximo volumen que la vendedora puede soportar, un tema de la Top List. Caminar por esas cuadras prestándoles atención se siente como cuando hacíamos zapping, hace décadas, entre Mtv, Much Music y Q música, cuando ya habían perdido todo criterio estético y se limitaban a pasar el hit del mes una y otra vez. Pero vuelvo a mi departamento y me cocino. Por la ventana escucho que algún vecino pasa la aspiradora con el mismo tema de fondo con el que hice mi compra. Después de un par de horas me cambio y voy al gimnasio. En las verdulerías, las ferreterías, los bares, un bazar, una dietética, la recepción de un sanatorio y más y más showrooms, vuelvo a escuchar las canciones. Cuando llego al gimnasio, en la hora y media que estoy recibo, en su pleno esplendor, la lista de temas en un enganchado que incluye, ¿por qué no?, sus remixes más y menos conocidos, sus samples electrónicos y cumbieros, sus amalgamientos con los grandes hitos de la historia del reggaetón. En el camino de vuelta, tres o cuatro autos pasan con las ventanas bajas y un conductor que luce entre aturdido y anhedónico se recompensa la labor del día con la prolongación de esa experiencia estética que seguro le ofrecía el sonido ambiente de la oficina o el bar de la facultad.

Esa música está hecha para bailar, ¿alguien baila? No, esa música está hecha para tomar alcohol, para desinhibirse, ¿alguien está borracho, alguien habla con desconocidos? Solo los fisuras, que están en otra. Esa música habla de coger, de garchar, de tener sexo, de extrañar a alguien y coger con alguien más, de estar enamorado, de engañar a tu pareja, de ser engañado, de coger con cualquiera para olvidarse de esas cosas, ¿alguien coge? Yo no vi a nadie coger en el supermercado, creanmé, lo hubiera escrito.

Esa música, que se encuentra en su lugar cuando las luces se apagan y los cuerpos desconocen sus fronteras, no es la culpable de lo que está pasando. Tampoco lo somos nosotros, que estamos obligados a rendir al máximo de nuestra capacidad todos los días y que esa obligación proviene de nadie más que de nosotros mismos porque, contrario a la creencia de los conspiranoicos, nada sería más redundante en la humanidad contemporánea que un chip que dictara nuestros comportamientos: la ideología tomó ese trabajo hace largo rato. Desesperados, esperamos el momento de la fiesta. En la fiesta, que pertenece a la noche por derecho propio, no somos ya una función en un sistema de producción de útiles sino que somos nosotros mismos en un sentido muchísimo más amplio y poderoso que el decir YO: somos nosotros en tanto existimos para y por nosotros mismos, rozamos la muerte en la inconsciencia y reímos ante su segura llegada afirmando más que nunca la vida. A la fiesta le pertenecen las emociones, todas. La tristeza del drama, la risa de la estupidez, la excitación de la posibilidad. Por eso la fiesta es de la noche (quiero que se entienda que algunos días pueden ser también noches y viceversa, no nos interesa acá la rotación planetaria), porque la fiesta solo puede estar en la hora inútil, la hora desperdiciada. La música de fiesta subraya su locura, predispone los cerebros a la experiencia inmediata de la pérdida de planes futuros. Arranca al pensamiento de sus proyecciones y lo arroja violentamente al presente. Esa sensación es única y peligrosa. Es lo que hace que valga la pena estar vivos. El día es para el futuro, la noche es para el presente. La vista es siempre esclava; el oído, olfato y tacto salvan lo que resta de humano en nosotros. Pertenecen a la fiesta y se cifran en esa música que indica su tempo.

Ni de nosotros ni de la música, la culpa es de la fiesta, que nos abandonó. El día estiró sus garras en la noche y ahora todo le pertenece. Todo está fríamente calculado desde el panóptico diurno. Nada es imprevisible. Las fiestas, que no tienen nunca, por definición, principio ni final, ahora son eventos, como cajitas de tiempo prefabricadas. Y el hijo de puta se llevó también la música. Le hizo creer a los gerentes de supermercado, a las dueñas de showrooms y a las secretarias de gimnasio que invocar la música era invocar la fiesta era invocar la noche. Cuando la fiesta está en todas partes, no está en ninguna. Y lo hizo con tanta maldad que cada vez que repiquetea una voz digitalmente diseñada para calentar adolescentes en los carteles de un taller de reparación de celulares en la calle San Lorenzo, nos sentimos inmensamente vacíos. Ese es el único sentimiento que el día permite crecer: el vacío. Es bueno para el trabajo.

Si de día se escucha la misma música que de noche, nunca es de noche. Dejamos que la luz avance demasiado, es el momento de recuperar nuestra oscuridad. Levantémonos contra la fiesta en todas partes. No sé bien como, quizás solo haga falta asumir proféticamente la misión. A la música de hoy la entreguemos, ya está perdida. En unos años la escucharemos con cariño por haber sido la que nos avivó.

Músicos, la partitura está en blanco.

Escritores, hay sentimientos que ya acumulan polvo desde la última vez que fueron tocados.

Hijos e hijas de la fiesta desaparecida, no se rindan, no cedan, no todo retroceso es retirada.

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Fundamento confuso y no solicitado

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